Friday, January 13, 2006

Vago Pensar (Cuento)

Eran las doce del día, los rayos del sol irrigaban un calor infernal en aquel exilio. Con esporádicas nubes, comenzó a lucir un cielo azul celeste, con un tono dulce de color miel o dorado, ya no puedo recordarlo tan fácilmente. Parecía que alguien había aventado un puñado de diamantina dorada y la hubiera esparcido en aquel manto azul con brillos auténticos y aquella impresión que daba de poder tocarse, de poder sentirse. Aquel paisaje era tan hermoso, tan bello; y aquel río era una forma de tranquilidad dentro del paisaje. Miles de tonos se apreciaron: verde pistache, verde olivo, cada centímetro del paisaje reflejaba una tonalidad distinta; algunas contenían una mezcla de amarillo o tal vez rojo, y cuando esa infinidad de colores recorrió mis párpados casi podía imaginar un olor distinto para cada uno. No estoy segura cuánto tiempo retuve esa imagen en mi mente, aunque lo que más recuerdo es aquel rosal, lleno de dolor por cada espina. Se observaba tan delicado, y a la vez tan peligroso. Pensé que aquellas rosas rojas habían sido teñidas con la sangre de algún osado que había intentado arrancarlas; aquellas hermosas rosas que eran vida, pero también recordaban el dolor del rosal al no poder ser acariciado por nadie...
-¡Aline!- Salté al escuchar aquella voz demandante. Al ver la expresión enrojecida en rabia y aquella mirada asesina y acusadora, me cubrí el rostro muerta de miedo y de vergüenza. El sobresalto me había hecho tirar la taza con chocolate que estaba tomando. No recuerdo cuánto tiempo fue, pero, sí vi como el color de Angélica (así se llama mi madre) subió hasta el morado y después disminuyó poco a poco: azul, verde, rojo, naranja, amarillo; ya ni si quiera recuerdo de cuantos colores se puso. Estaba demasiado aterrada pensando en cuál sería mi castigo y si es que había castigo porque lo más seguro eran los golpes. Entonces Angélica volvió a gritarme. -¿Cómo puedes ser tan descuidada?- Al escuchar esto, no sé si por alivio o por miedo aún, caí al suelo inconsciente, al menos eso es lo que Angélica dice.
Cuando desperté, ya estaba yo en el hospital, con un artefacto que cubría mi boca y mi nariz. Me sentía lo suficientemente incómoda como para soportar el regaño postergado hasta el momento. Estaba casi segura de lo que iba a decir, así que cuando pude voltear a ver a Angélica esperé a que comenzara con su sermón tan trillado en el que sólo cambiaba al decir “Y por tu culpa pasó esto... No debiste hacer lo otro”. Transcurrieron segundos, minutos, creo que hasta pueden llamarse horas, o al menos se me hizo interminable ese tiempo en el que Angélica guardó silencio. Entonces, escuché su voz en tono dulce y tierno: “Mi niña bonita”. Casi podía jurar que el castigo iba a pasar por alto. Debo confesar que realmente me sorprendió su actitud. No tenía ni la más mínima idea de lo que estaba ocurriendo, cuando al parecer Angélica me leyó el pensamiento y comenzó a darme una larga explicación con palabras como “merudal osio” o algo así; creo que debe ser alguna enfermedad porque se veía realmente preocupada.
Así estuve hasta que dieron las 3 de la tarde, entonces entró una señorita toda vestida de blanco, dijo que necesitaba un “merudal osio”, y de nuevo esas palabras raras que no entendía. Al parecer la señorita dijo algo muy malo porque Angélica se preocupó aún más de lo que ya estaba antes. La señorita de blanco le pidió que saliera un momento del cuarto y así salieron las dos, dejándome completamente sola como 5 horas. Tal vez fue menos, pero mi tiempo en ese cuarto de paredes blancas y cortinas azules pasaba tan lento, que parecía que el tiempo estaba siendo transportado por una tortuga y lo peor del caso es que esa tortuga era de las más lentas, creo que eso sí es un calvario.
Después de diecisiete estudios diferentes que me practicaron, ya habían pasado tres semanas. Tres largas y aburridas semanas y yo todavía despertaba en ese horrendo cuarto de paredes blancas y cortinas azules. Nunca supe qué enfermedad tenía o qué era lo que había ocurrido tres semanas antes, pero pude salir después de muchas discusiones de Angélica con los señores de bata blanca. Así seguí con mi vida normal.
No habían pasado más de tres días cuando Angélica me invitó a comer un helado. Sería mi primer helado después de casi un mes. El insípido sabor del hospital me había provocado un asco tremendo por el caldo de pollo y la gelatina, así que ese helado sería la gloria. Caminé con Angélica toda la tarde, comimos todos los sabores de helado que tenía el carrito y compramos golosinas hasta más no poder. Todavía recuerdo aquel señor bigotudo con su puesto de fruta. Le pedí una a Angélica. Cuando me habían dado mi mango, me dediqué a ponerle de todos los tipos de chiles que había en el puesto. Todo sabía tan delicioso que pude haber seguido comiendo hasta el atardecer. Ya habían pasado dos horas y entonces nos dirigimos hacia un parque que está frente a mi casa. Ahí bromeamos un rato respecto a todo lo que íbamos a hacer en el futuro. Pude notar que la mirada de Angélica estaba apagada y por más que intenté adivinar el porqué, no pude.
Estaba yo tan distraída pensando en el motivo de la tristeza de Angélica, que apenas y pude darme cuenta que había llegado él. Llegó a preguntarle la hora a Angélica y lucía tan atractivo que podría haber dicho que era un ángel y creo que yo se lo creería. Tenía un rostro iluminado y unos ojos marrón, dorados, como el dorado que cubría el cielo en mi recuerdo. Parecía que alguien había arrojado un puñado de diamantina sobre ellos, brillaban a contra sol tan claro pero a la vez tan tristes. Su mirada era como aquel rosal que reflejaba un dolor, en realidad nunca llegué a entender a los adultos pero aún así distinguía la tristeza que irradiaban sus ojos. Angélica pareció no haber escuchado la pregunta de él porque respondió con un -¡Perdón!-. No podía creer que estuviera tan tranquila si tenía a un ángel frente a ella. Observé como él tiñó sus mejillas de un color rosado cuando Angélica volteó a verlo. -¿Dijiste algo?- insistió de nuevo Angélica, pero no obtenía respuesta alguna por parte del ángel que tenía de frente. Algo temblorosa se escuchó una respuesta; - Tu hora, ¿podrías darme tu hora, por favor?-. Angélica llevó su mirada a su mano izquierda, apenas se disponía a pronunciar palabra cuando se dio cuenta que había dejado su reloj en casa y comprendió que la pregunta de él era sólo una excusa. En ese momento mi nariz empezó a sangrar y mi piel se tornó pálida y amarilla. Me desmayé.
Desperté en un cuarto azul cielo, lleno de dibujos coloridos; ese cuarto inspiraba paz. “Creí que estabas bien Aline”, murmuró una voz en mi cabeza, volví el rostro para ver de quién se trataba, pues la voz no era familiar. “Debiste haberle dicho a tu madre quién era yo”, insistió la voz. Ví todo borroso y en mi mente cruzaron un millón de pensamientos en menos de 3 segundos, me hubiera vuelto a desmayar al ver que era él quién hablaba pero en vez de eso pregunté por mi madre, extrañamente sentía confianza con ese ser, con ese ángel.
Minutos después mi madre entró a ese cuarto tan lindo en el que me encontraba. “Debemos llevarla al doctor” alcancé a escuchar que murmuraban él y Angélica. Cuándo él se hubo retirado le pregunté a Angélica, -¿Dónde estamos?-. Angélica no contestaba y eso me inquietaba bastante. Después de unos minutos me dijo, “Aline, vamos a tener que internarte”. Sus palabras se desvanecieron en mi pensamiento, realmente no sabía qué decir, ni qué hacer. Entonces pregunté -¿Quién es él?- De nuevo ese silencio desgarrador que significaba algo malo. Volví a insistir, -Angélica, quiero saber quién es él-. De la nada escuche “un loco, sólo es eso”. Por mi cabeza cruzó la idea de que tal vez Angélica hubiera dicho la verdad, pero no alcanzaba a comprender por qué un loco sabía mi nombre. Al ver mi incredulidad Angélica dijo, “él es un loco que dice conocerte y saber quién eres tú”. Sabía que había algo de cierto en lo que Angélica decía.
En ese momento él entró al cuarto y preguntó dulcemente -¿No me recuerdas mi niña?-, su mirada penetró en mis ojos. Debí haber recordado quién era él: Diego. El muchacho que había estado conmigo por las noches cuando tenía miedo, el mismo que me consolaba cada que Angélica me gritaba. Era él quién me alegraba los días en el hospital, pero ¿cómo era posible que lo hubiese olvidado?. En ese instante pronuncié su nombre, y mi madre al escucharlo quedo absorta en su impresión. “No es posible que sepa tu nombre”, externó hacia el muchacho. Angélica comenzó a llorar, y con una voz suplicante y llena de dolor le dijo – No te la lleves ahora, por favor-. Diego se veía conmovido por el acto de Angélica pero jamás perdió su semblante de confianza y ternura.
Diego se sentó a un lado mío y me dijo en secreto -Cuídate mucho mi niña, y cuida de ella también- mientras dirigió su mirada hacia Angélica. Se levantó, se acercó hacia Angélica, quién tenía lágrimas corriendo por sus mejillas, y secó su rostro. Diego tomó las manos de Angélica entre las suyas y con esa voz dulce y tierna volvió a decir – No pienso llevármela, Angélica; pero debes saber, que le has hecho daño al jugar el papel de padre. Sé muy bien que has tenido que luchar tú sola y ver por ella sin quién te guíe, pero recuerda que es tu hija y que se quieren aunque no lo demuestren. Hazla feliz mientras puedas, y no te preocupes por la leucemia, que todo ha sido un error. En esos momentos comprendí que lo que tenía era leucemia y que Diego, mi ángel, cuidó de mí desvaneciendo la enfermedad poco a poco. No estoy muy segura, pero creo que Angie, mi madre, también entendió en ese momento lo que ocurría. Después de ese día nos unimos mucho, se volvió una madre ejemplar; la mejor de todas. Finalmente, haciendo un recuento de los hechos, me di cuenta que aquél rosal en mi recuerdo, tan triste y tan bello, no era sólo un rosal más; sino Diego esperando por una caricia que nadie, más que la hija de Angie, se atrevió a regalarle.
Rocío del Mar Sandoval Maza

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